Fue el 14 de agosto de 2003. Casi todos los demás estábamos de vacaciones, pero no ellos. Ellos estaban trabajando. O a punto de empezar a trabajar porque era una hora muy temprana y se dirigían a los tajos. Entonces sucedió. Primero la explosión, atronadora. Después la camioneta en la que iban los trabajadores convertida en una bola de fuego. Luego las heridas mortales y la propia muerte de nueve trabajadores, nueve.

REPSOL hervía. Había un humo denso y negro. Sonaban las alarmas de las ambulancias, las de los bomberos, las de la conciencia. Y empezó el dolor. Dolor por los familiares y compañeros muertos. Y empezó el lamento. Lamento por las condiciones en que toca trabajar para ganarse la vida y, a veces, como ésta, la muerte. Y empezó la rabia. Esa bilis que nubla corazón y cabeza cada vez que un trabajador, un compañero, pierde la salud y la vida en el puesto de trabajo, trabajando.

A partir de ahí se iniciaron las asambleas, las exigencias, los conflictos. Siempre ha sido así. No hay forma más brutal de tomar conciencia del riesgo que se corre en el trabajo que la muerte de un compañero, pues piensas que bien pudiste ser tu mismo. Es justamente entonces cuando se siente que la rabia te inunda las venas, que la bilis te ciega los ojos, y que aparece, sin embargo, la verdad desnuda de que trabajar para otro es poner a su disposición la fuerza y la vida. La consecuencia es -lo ha sido siempre- la huelga. La utilización del único arma de que disponen los trabajadores. La huelga como medio de expresión del dolor. La huelga como medio de expresión de la rabia. La huelga como medio de presión y de lucha.

La primera reivindicación de los trabajadores fue, naturalmente, que debía garantizarse y protegerse su salud y su vida. Mayores medidas de seguridad, más y más exhaustivos controles de que dichas medidas se cumplen realmente por REPSOL, mejores dotaciones sanitarias para el caso -¡que la fortuna no lo quiera nunca!- de que vuelva a ocurrir otro accidente de trabajo.

Y empezaron las negociaciones. Y también las peleas por ver quién había de representar en ellas a los trabajadores. Lógicas peleas. Los trabajadores –todo corazón- querían ser escuchados en su lamento y su ira. Y legítimo era. Los sindicatos –corazón y cabeza- actuar, como actúan siempre, de catalizadores, añadiendo al lamento y la ira la estrategia y la destreza y convirtiendo, así, como convierten siempre, ambiciones e intereses difusos de los trabajadores en reivindicaciones concretas. Es su papel. Su inestimable papel.

Después todo volvió a la calma, pues parecía haberse vencido en las negociaciones. Había, no obstante, un tema que rondaba y rondaba. Los nueve trabajadores muertos no eran trabajadores de REPSOL. Y es que se ha puesto de moda entre las empresas contratar, en lugar de trabajadores, empresas. Cómo explicarlo. Ya no se contrata a los trabajadores que vayan a realizar un trabajo, eso –dicen las empresas- sale demasiado caro y es rígido. Lo que se contrata son los servicios de otras empresas, las cuales, ellas sí, son las que contratan los trabajadores. De este modo –dicen los empresarios- el coste del trabajo sale más barato y es flexible. Que viene a significar que las empresas pueden desprenderse de los trabajadores –despedirlos, en lenguaje vulgar- sin mayores trabas y prácticamente gratis.

Bien, no hace falta ser muy docto en la materia para darse cuenta de que esta operación, que los estudiosos llaman descentralización productiva o trabajo en contratas y subcontratas, supone siempre una merma de las condiciones de trabajo. Las empresas grandes, REPSOL entre ellas, pagan unos salarios a sus trabajadores que ni de lejos pagan esas otras empresas –casi siempre más pobres y pequeñas- con las que contratan las empresas grandes para que sean ellas, las empresas pequeñas y más pobres, las que contraten a los trabajadores.

Con todo, lo peor, lo más macabro, es que este juego entre empresas está siendo causa de la elevada siniestralidad laboral. O lo que es lo mismo: está provocando un buen número de accidentes de trabajo en los que los trabajadores quedan lesionados para siempre o, como sucedió en REPSOL, mueren sin más. La descentralización productiva que hoy sufrimos, la fragmentación hasta el paroxismo de los procesos productivos, haciendo que empresas cada vez más pequeñas se encarguen de micro-milésimas de la actividad productiva de otras empresas, está, en efecto, causando la muerte a cientos de trabajadores. Pero nadie le pone coto. Nadie le pone límite.

Ellos sí. O, al menos, lo intentaron a su manera. Los trabajadores de las empresas con que contrata REPSOL fueron convocados por los sindicatos a una segunda huelga. Fueron, primero, tres días de huelga; luego otros tres días más; y finalmente huelga indefinida. La razón de esta huelga fue, justamente, el que se tuviera en cuenta que, sin ser trabajadores de REPSOL, estos trabajadores trabajan también allí, en el polo petroquímico de Puertollano. Que no son trabajadores de REPSOL, pero, aun de manera interpuesta, trabajan igualmente para ella. Y eso hay que pagarlo. Tal vez no pueda darse marcha atrás en el proceso de descentralización productiva -¡ojalá se consiguiera!-, pero lo que sí puede ganarse es que el riesgo que corren los trabajadores por trabajar en REPSOL se retribuya en alguna medida por ella. Que no le salga más barato contratar empresas que trabajadores, o al menos que no le salga tan barato como hasta la fecha. Que pague REPSOL de algún modo el que trabajar para ella, aunque sea a través de otra empresa, supone un plus de riesgo para la salud y la vida de los trabajadores.

No ha sido fácil. Nada fácil. Enseguida empezaron las presiones, las amenazas e, incluso, la violencia. Siempre ha sucedido así. Cada acción de lucha de los trabajadores ha hecho que reaccionara ofensivamente el sistema y utilizara contra ellos, contra los trabajadores, la fuerza. Hubo, naturalmente, cargas policiales. Gases y golpes para disolver los piquetes y, de ese modo, hacer invisible la protesta. Acallarla no podían, pues todo Puertollano tenía noticia de ella; todo Puertollano estaba sumido en ella.

Después de muchos días y muchas noches de negociaciones, de muchas idas y venidas de trabajadores, sindicatos, empresarios y políticos, así como del propio fantasma de REPSOL, que, sin estar en cuerpo, estuvo en alma siempre presente en la mesa, se llegó a un acuerdo. Los trabajadores habían, así pues, finalmente vencido. No sé si es el mejor acuerdo, pues nunca se sabe hasta dónde puede llegarse en el pulso que supone toda huelga. Lo que sí sé es que es un acuerdo pionero y solidario. Pionero porque son muy pocas las experiencias en que el elemento de cohesión entre los trabajadores, de un lado, y los empresarios, de otro, es el de formar parte de la red de contratas y subcontratas de una gran empresa, en este caso de REPSOL. Solidario porque en el conflicto y en el acuerdo han estado juntos trabajadores del metal, de la construcción, de las limpiezas, de la seguridad. Todos ellos trabajan, a través de sus respectivas empresas, para REPSOL y todos ellos estuvieron en huelga, demostrando una vez más que la unión de los trabajadores es lo que hace la fuerza.

En homenaje a los trabajadores que murieron en el accidente habido el 14 de agosto de 2003 en REPSOL y a los trabajadores de empresas contratistas y subcontratistas de REPSOL que mantuvieron la huelga

Enero de 2004

Mª Luz Rodríguez, Profesora Titular de Derecho del Trabajo de la Universidad de Castilla-La Mancha